Lo que se puede ordenar pero no cumplir
Por Cristian Zapata/ Ilustración: Jennifer Rueda
Se siguen celebrando audiencias ante la Justicia Especial de Paz por el caso de los llamados falsos positivos que involucra a los miembros del ejército que ejecutaron a sangre fría a jóvenes inocentes para luego recrear una falsa escena de combate donde los hacían pasar como guerrilleros dados de baja.
En este mes de julio llamó la atención las que realizaron con soldados comparecientes del batallón La Popa, en la costa Caribe, donde se narró cómo miembros del ejército se dedicaron a seleccionar muchachos, atraerlos, y después asesinarlos y reportarlos como subversivos muertos en combate. A veces les prometían empleo, y los engañaban para que se subieran a sus camiones, otras veces, se valían de civiles que sólo los invitaban a tomar unos tragos, y después los entregaban borrachos a los soldados. Estas prácticas duraron incluso años. Un testimonio llegó a decir que en dos años que estuvo en un batallón de La Guajira, ninguna de las muertes que reportaron de supuestos guerrilleros fue real. En todas de trató de jóvenes inocentes engañados.
En las audiencias de la última semana, llamó la atención también un soldado que, después de que se hablara de todo el plan macabro que operó en el ejército por tanto tiempo, y las muertes de miles y miles de inocentes, apenas a cambio de días de descanso, y a veces hasta sólo por invitaciones a comer cajas de arroz chino, se quiso esforzar en disculparse únicamente por una vez en que, al dispararle al joven amarrado que luego haría pasar por guerrillero caído: “se le fue una ráfaga y el muchacho quedó sin cabeza”.
El tipo no sintió necesidad de disculparse o explicar las prácticas de tanto tiempo, que acabaron con la vida de miles y miles de inocentes. Lo único sobre lo que quiso enfatizar fue sobre el muchacho que mató a sangre fría, pero aclarando que nunca fue su intención decapitarlo a balazos, que se trató de un accidente. Y es insólito, pero ese accidente que alteró su de todas maneras despreciable crimen, parecía pesarle más que el número grueso de gente que ejecutó.
El suceso me hizo recordar otra anécdota que narra Hannah Arendt en ese libro que es casi un thriller legal: Eichmann en Jerusalén. Allí cuenta que en el momento del juicio a uno de los más abominables nazis, el tipo encargado del diseño de la llamada solución final, el cerebro atrás de la deportación a los campos de concentración, Eichmann siempre se mostró tranquilo e imperturbable, aún con la acusación y el relato de todos los hechos que se oyeron allí. Nunca dijo nada sobre la forma de deportar a millones de judíos, ni sobre el trato que recibían en los campos de concentración, ni sobre los números apocalípticos de muertes. Cuenta Arendt que el acusado sólo se descompuso una vez, cuando en medio del juicio un sobreviviente dijo que recordaba una ocasión en que Eichmann había matado un judío amigo suyo a palos. Sólo esa vez el acusado se enfureció, negó tajantemente ese señalamiento y gritó indignado que se trataba de una calumnia.
Nuevamente, no parecía perturbarlo la consecuencias de sus actos, sino sólo detalles que frente a las pilas de sus víctimas parecerían nimios. Al soldado de la Popa lo preocupó más aclarar por qué dejó al muchacho sin cabeza, y a Eichman, igualmente, hablar del judío que no mató a palos. Lo demás era secundario.
Eso hace pensar que quizás Eichmann y el soldado de La Popa parecen tener muchos menos remordimientos por el número grueso de sus víctimas, que cargos de conciencia ante sucesos puntuales como los del muchacho sin cabeza y el judío apaleado. Arendt llega a decir: “Eichman es incapaz de pensar”, cuando descubre que siempre justifica todo lo que hizo durante el holocausto en el hecho de que cumplía con instrucciones de jefes que sí decidían.
Lo soldados de la Popa también dieron a entender que todas sus espeluznantes prácticas las hacían porque se sentían amparados por una orden. Y ante una orden que abriga, existen personas que de inmediato anulan cualquier juicio de valor a imponer sobre lo ordenado. Por eso 6.402 muchachos asesinados de forma cobarde no es algo que no deje dormir a los militares; ni 6 millones de judíos fue una cifra que desveló alguna vez a Eichmann. Prefieren defenderse en la futilidad misma: “nunca maté a nadie a palos”, “Nunca quise matarlo con una ráfaga”. Son malos pero banales, porque entre hacer el mal y saber que se hace hay una enorme diferencia, perceptible sólo por la inteligencia aguda de la que ambos carecen. Las órdenes amparan para no tener cargo de conciencia. Y el ejercicio militar se funda en eso.
En la que a mi juicio es la mejor novela de García Márquez, El otoño del patriarca, que a su vez es la reflexión sobre el ejercicio del poder, su protagonista, el dictador de ese país caribeño que un día desocupó el mar porque se lo vendió a los ingleses, llega decir en alguna parte que se dio cuenta que los militares, en lugar del poder, prefieren solo el mando. Con eso se conforman y basta garantizárselo para que dejen en paz y no molesten.
Y avanza la novela con otra historia, que no por divertida sonaría menos apropiada para ese espeluznante capítulo de los falsos positivos. Se cuenta en el libro que una vez se descubrió en el país el engaño que usaba el Patriarca para siempre ganarse la lotería. Y es que tenía unos dos mil niños entrenados que manipulaban las balotas a sacar en el sorteo diario. Ante el escándalo, el Patriarca escondió a los niños para que la prensa y los observadores internacionales no pudieran encontrarlos. Y sigue textual la novela:
“…antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas.”
Quizás algo parecido le esté pasando a los militares asesinos de jóvenes inocentes. Los castigan por obedecer una orden que no podían cumplir, mientras el patriarca que la dio continua por ahí suelto, compadecido con los pobres muchachos muertos.